Permiso para sufrir por amor

Permiso para sufrir por amor / Foto: Thinkstock
Permiso para sufrir por amor / Foto: Thinkstock

Desde pequeño fui propenso a padecer del mal del corazón roto. Nunca encajé muy bien en ningún lado. Era como un niño de nicho al que le costaba trabajo pertenecer a los diferentes grupos a los que me enfrentaba. Aunque no tuve problemas para hacer buenos amigos, me obstinaba en tratar de no ser como ellos.

Al crecer las cosas no mejoraron. Cuando se es un adolescente raro también cuesta mucho trabajo ser aceptado por el sexo opuesto. Tenía amigas a las que les daba cierta curiosidad, pero mi relación nunca evolucionaba, por más que yo quisiera, en algo más. De alguna forma me acostumbré a vivir así, con una eterna desilusión que me provocó deambular cabizbajo por el mundo, suspirando sueños de encontrar a alguien con quién compartir la vida.

Hoy, en retrospectiva, me gustaría volver el tiempo y decirle a ese muchachito azotado que todo saldrá bien. Que se cruzarán en su camino muchas exponentes que lo querrán y otras que le romperán una vez más el corazón como nunca se lo habían roto. Decirle que se sobrepondrá y encontrará a una gran mujer, joven, inteligente y guapa a la que, por alguna razón, le encantará estar con él.

En aquel entonces no tenía manera de saber que tendría semejante fortuna y en cambio me pasaba las tardes encerrado dibujando en un restirador. Al verme salir por algo de comer o para ir al baño, mi mamá me preguntaba qué me ocurría. Rara vez abría mi coraza juvenil para contarle mis problemas, pero cuando lo hacía, siempre me contestaba con la misma cantaleta: «Deja de escupirle al cielo».

Mi familia nuclear nunca ha sido muy religiosa, a pesar de esa imagen tan gráfica. Con ella, mi mamá, implicaba que yo no estaba agradeciendo las cosas buenas que me rodeaban y, en cambio, me lamentaba de aquellas que me faltaban.

Ella encontraba un ejemplo espantoso para contraponer a mi desdicha: quienes sufrieron los horrores de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial o el genocidio en Ruanda en el intento de la tribu Hutu por exterminar a la Tutsi y las más de 800 mil víctimas. Si comparamos un mal de amor con estas abominables facetas en la historia del ser humano, claro que es un problema menor.

Aunque poderosos, en términos de lo difícil que resultaba desmentirlos, sus argumentos hicieron más daño que el mismo que estaban tratando de apaciguar. A la larga, acabaron con la ambición dentro de mí y me costaron —junto con otros traumas— muchos años de psicoanálisis.

En lo que mi madre se equivocó es que el pensar en el dolor ajeno, por más extremo e inaudito que sea, no quita el propio de por más insignificante que parezca.

El no conformarse con lo que la vida provee, en un acto de completo azar, es la motivación ideal para luchar por algo mejor. Por no dejarse aplastar por un mal amor ni mucho menos por alguien quien no tiene el mínimo interés de ser parte de un tándem.

En más de una ocasión he visto cómo diferentes amigos caen en estados emocionales similares a los que yo pasé hace años. Estoy seguro de que no hablaron con mi mamá para que minimizara su dolor, pero aun así muchos de ellos se sienten mal por estar tristes tras un descalabro amoroso. Siempre les recomiendo que disfruten de ese sufrimiento ya que algunas de las más grandes creaciones artísticas han surgido de ese tipo de lesiones.

Son esas equivocaciones las que dan lecciones de vida y, después de todo —y por más que me cueste trabajo reconocerlo y darle la razón a mi madre—, dentro de los males, la ruptura de una relación o el ser rechazado por la persona que creemos amar, sí es de los más tenues y, en la mayoría de los casos, pasará.

Twitter: @anjonava

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