En el bosque: un final sin magia

Había escuchado muchas opiniones sobre Into the Woods (En el bosque), así que fui a verla. No sé decir si es buena o mala porque es difícil juzgar de manera simplista un producto comercial que logra remover las aguas del inconsciente. La película no es sorprendente ni divertida al modo de Shrek. Pero sí es rara, sombría, bella y compleja, irónica e incómoda. Mucho se ha criticado la clasificación “A”; si bien no es para niños que todavía ven Dora la Exploradora, sí la recomiendo para chicos valientes acompañados de adultos curiosos, es decir, aquellos que saben hacer preguntas.

La historia comienza por una pareja de panaderos que no pueden tener hijos. Su vecina, una vieja bruja, les dice que se trata de una maldición lanzada por ella y que puede anularla si antes de tres noches le entregan un zapatilla dorada como el oro, un cabello rubio como el maíz, una capa roja como la sangre y una vaca blanca como la leche. Para conseguirlo, los panaderos deberán salir de su pueblo y atravesar el bosque y sus peligros. Es ahí donde su historia, o mejor dicho, su deseo se cruza con el deseo de Cenicienta, Caperucita Roja, Jack –el de los frijoles mágicos– y Rapunzel.

En el bosque (versión cinematográfica de una obra de teatro musical cuyo autor es Stephen Sondheim) está guiada por la pregunta ¿qué tienes que hacer para conseguir lo que deseas? La respuesta es simple y arriesgada: atravesar el bosque, ese lugar desconocido, lleno de peligros pero también de posibilidades y descubrimientos. Sondheim hace hincapié en ello cuando hace que los personajes canten sobre lo que les ha ocurrido al aventurarse en el bosque, cómo la experiencia los ha cambiado y ahora saben cosas cuya existencia ni siquiera imaginaban. El bosque aparece en la película como una metáfora de la vida, pero también del inconsciente individual y sobre todo del colectivo, ese lugar común donde se encuentran, chocan y se reformulan los deseos humanos.

Los deseos de los que habla la película no son simples anhelos o caprichos, son pulsiones, es decir, instintos culturalizados. El apareamiento y la sobrevivencia respiran bajo las estructuras culturales del matrimonio y la lealtad familiar, esas instituciones que en algunos casos nos encierran (igual que a Rapunzel en la torre), y en otras evitan que nos matemos unos a otros en la consecución de nuestro deseo. Y adivino que el autor y el director de la película leyeron a Jung y a otros pensadores que coinciden en la idea de que todos los cuentos están conectados intertextualmente. Ese lugar donde todos se conectan es, precisamente, el bosque como metáfora del inconsciente colectivo.

Quienes gustan de las historias simples probablemente dirán que la película es una maraña insoportable. Quienes han sido bien entrenados por Disney y esperan que la historia termine en “final feliz”, no sólo se sentirán decepcionados sino también incómodos los últimos 30 minutos de película. Pero esa incomodidad y esa maraña tienen sentido cuando acudimos al origen y la función de los cuentos de hadas. Yo recuerdo que de niña vi unas versiones terroríficas de los cuentos de Grimm que me marcaron para toda la vida. Después, cuando vi las versiones edulcoradas de Disney, comprendí que un “final feliz” no es más que un corte, un artificio para no mirar lo que nos interpela, nos incomoda y nos lleva, precisamente, a reformular nuestros deseos.

Streep fue nominada a un Oscar como mejor actriz de reparto. (AP Foto/Disney Enterprises, Inc., Peter Mountain)
Streep fue nominada a un Oscar como mejor actriz de reparto. (AP Foto/Disney Enterprises, Inc., Peter Mountain)

Into the Woods , a pesar de ser una versión disneilandesca de una obra de teatro musical, nos recuerda la función social de los cuentos de hadas. En sí mismos, los cuentos de hadas son bosques, realidades paralelas donde ensayamos emociones intensas sin ponernos en peligro, reconocemos los deseos propios y ajenos, cuestionamos la validez de los principios morales que rigen la convivencia, nos aterrorizamos ante nuestras pulsiones, pero nos sentimos aliviados porque no estamos solos en ese descubrimiento. En esos bosques que son los cuentos de hadas nos encontramos con otros para compartir el extrañamiento ante lo ambiguo de nuestra naturaleza, parte humana, parte animal. Y en medio de estos dos extremos: nos descubrimos capaces de creer en la magia, una de las invenciones humanas más poderosas en tanto que amortiguan, frenan e incluso disuelven el choque o la violencia de nuestros deseos.

Además del fondo narrativo, la película ofrece entretenimiento de primera calidad: voces extraordinarias, edición impecable, producción impresionante, ambientación adecuada y un gran sentido del humor. Sin embargo, como dije antes, todo el aparataje pierde su magia y se transforma en escenografía durante los últimos 30 minutos de la película: uno se revuelve en la butaca preguntándose por qué los autores se rindieron, dejaron que la cultura venciera al instinto y refundieron a los personajes en una especie de cuento de hadas postapocalíptico donde no queda más que resignarse a vivir sin magia ni fantasía. Me parece una pésima salida, aunque guardo la esperanza de encontrarle sentido en el transcurso de estos días. Con todo, vale la pena verla. Omitiendo la torpeza del final, es maravilloso observar los vaivenes del deseo humano y dejarse conmover en lo más profundo del inconsciente.

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