Elogio de la incomodidad

Todos hemos visto ese meme que dice: “la vida empieza donde termina tu zona de confort" o "la magia es lo que ocurre fuera de tu zona de confort”. Esto tiene sentido cuando reflexionamos cómo es el mundo ideal que nos han vendido en los últimos ochenta años. Los analgésicos, la comida a domicilio, el uso excesivo del automóvil y los electrodomésticos, por mencionar algunos de los elementos más cercanos, tienen algo en común. Parecen decirnos que el esfuerzo, el dolor y la incomodidad son experiencias terribles, insoportables o trágicas. Este mensaje, envuelto en el glamour de la publicidad y el estatus, se ha repetido de muchas formas, en todos los medios y durante tanto tiempo, que nos hemos convertido en una sociedad perezosa y comodina, no sin consecuencias.

Basta detenerse a mirar la forma en que muchos niños y adolescentes han sido educados: bajo la premisa del confort, se convierten consumidores dóciles y caprichosos cuyos padres, ansiosos por aliviar cualquier dejo de incomodidad, anulan la posibilidad de desarrollar herramientas vitales como la creatividad, el pensamiento crítico y la tolerancia.

Los padres, ansiosos por aliviar cualquier dejo de incomodidad crian niños caprichosos.
Los padres, ansiosos por aliviar cualquier dejo de incomodidad crian niños caprichosos.

Con esto no quiero decir que las grandes ideas hayan surgido solamente del sufrimiento, la frustración sostenida o la explotación. De hecho, el martiriloquio y la victimización también son posiciones de confort. Al menos en la cultura judeocristiana occidental, éstas encubren una importante ganancia secundaria; quien acepta vivir en la aparente pasividad de la víctima, se evita la molestia de hacerse responsable de su propia vida, con todo lo que ello implica.

 

La incomodidad, la frustración y las crisis no son formas de vida, son estados pasajeros, momentos que nos llevan a cambiar de perspectiva o situaciones que nos empujan, literalmente, a movernos de sitio para mirar opciones que antes no habíamos visto o decisiones que habíamos postergado, generalmente por miedo a cambiar. Entre más nos resistimos al cambio y nos aferramos a esa situación manejable, controlable y confortable (porque a todo se acostumbra uno), los empujones de la vida son más dolorosos. Entonces, la necesidad de cambio se manifiesta a través de enfermedades crónicas, accidentes o conflictos interminables, todo se trastorna –o se paraliza– y no nos queda otra opción más que movernos de donde estamos, precisamente, hacia afuera de nuestra zona de confort.

La incomodidad, la frustración y las crisis pueden ayudarnos a crecer si las aprovechamos.
La incomodidad, la frustración y las crisis pueden ayudarnos a crecer si las aprovechamos.

La incomodidad, como el dolor, no es algo que podamos erradicar de nuestra vida (como tampoco podemos eliminar la dicha o el bienestar). Lo que sí podemos hacer es restituir su sentido y devolverle su función, que no es otra más que avisarnos que ya ha sido suficiente, que ya toca avanzar a la siguiente etapa, que es momento de asumir las consecuencias, o que necesario encontrar una salida o un mecanismo más adecuado.

 

Así como la oscuridad nos permite valorar la luz (y viceversa), alternar la comodidad y la incomodidad forman parte del ciclo de aprendizaje. La dimensión humana es dual, vamos de un lado a otro igual que un péndulo, y el proceso –el camino entre un punto y otro– es lo que le da sentido a esta experiencia llamada vida.

@luzaenlinea

 

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