El poder curativo de los árboles

Hay quien abraza perros, gatos, bebés o personas. Yo, apenas tengo la oportunidad, abrazo árboles. Nada me hace más feliz que sentir su textura y su dimensión, dormir una siesta bajo su sombra, leer o meditar recargada en su tronco, dejarme arrullar por el susurro de las ramas movidas por el viento o quedarme hipnotizada observando la sombra de sus hojas y las moneditas de luz que dibujan cuando dejan pasar el sol.

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Desafortunadamente, la imagen de una persona abrazando a un árbol se ha convertido en una imagen burlesca del hippie trasnochado, lo cual me parece una lectura muy pobre que pone de manifiesto la desconexión y el déficit de naturaleza que, sin saberlo, sufren muchas personas. Quienes se burlan seguramente no tuvieron la oportunidad de jugar entre los árboles cuando eran niños, ya no digamos la suerte de vivir cerca de un bosque, un parque o una arboleda.

Lo cierto es que no seríamos nada sin ellos. Su presencia es tan importante que en todas las culturas antiguas existen árboles sagrados relacionados con la creación y la revelación de conocimiento. Desde el punto de vista biológico, los árboles nos proporcionan servicios ecológicos indispensables para la vida: aportan oxígeno, atraen agua y regulan la temperatura, además de darnos protección, comida, resinas, combustible y medicinas.

Es impresionante la cantidad de beneficios para la salud que recibimos de los árboles: vacunas, aspirinas, remedios para la circulación, tratamientos contra el cáncer, las quemaduras, la trombosis... Y más allá: estudios recientes sobre urbanismo, psicología y demografía han confirmado que los árboles tienen la capacidad de reconectarnos con nuestros orígenes, su presencia y contemplación alivia la angustia que se vive en el ámbito urbano e hipertecnologizado.

La Universidad de Illinois, por ejemplo, estudió un desarrollo urbano que comprendía 28 bloques de edificios y encontró que los residentes que viven cerca de zonas arboladas socializan más con sus vecinos, se sienten más seguros y sufren 52% menos crímenes. Además, se sienten emocional y físicamente más sanos que aquellos que viven en zonas sin árboles.

En Japón, desde 2004 se han dedicado a estudiar los efectos de la concentración demográfica para brindar mejor calidad de vida a sus habitantes. En varios experimentos se ha corroborado que una caminata en el bosque tiene efectos positivos en la presión sanguínea, el ritmo cardiaco y el sistema inmune. Incluso se han dado cuenta que cuando una persona observa un bosque por 20 minutos baja un 13% sus niveles de cortisol, la hormona del estrés.

Hoy la medicina comienza a complementar sus conocimientos con otras disciplinas, entre ellas la ecopsicología, que se enfoca en mostrar que la conexión con la naturaleza tiene un papel fundamental para las emociones. Los terapeutas realizan los tratamientos en la naturaleza porque caminar, respirar y encontrarse en el bosque hace que los sentidos se reanimen. Además, los árboles funcionan como metáforas de auto exploración, toma de conciencia y crecimiento, reconocimiento de las raíces, reconexión con nuestro eje vital y el enfoque en que podemos ser ramas que provean sombra y frutos para otros.

Algunos doctores, conscientes de que el contacto con la naturaleza es fundamental para la salud, en vez de recetar antidepresivos a sus pacientes los envían a hacer ejercicio al bosque o al campo (a través de grupos llamados green gyms), no sólo por la calidad del aire sino también por los efectos tranquilizantes que tiene un entorno arbolado.

Durante siglos, la ciencia ha separado todas las dimensiones de la experiencia para estudiarlas, pero no hay que olvidar que esta división es meramente artificial. Pensamientos, emociones y espíritu están entretejidos y enraizados en nuestro cuerpo que, a su vez, está conectado con la naturaleza de formas que aún no comprendemos del todo. El periodista Richard Louv, autor de varios libros que exploran la relación entre la familia, el individuo y la naturaleza, se ha encargado de difundir un concepto que me parece muy adecuado para describir dicha conexión: el inconsciente ecológico (que sería una extensión de lo que Jung llamaba el inconsciente colectivo y que merece un post aparte).

Louv insiste que tenemos un déficit de naturaleza, que entre más alienados estamos por la tecnología y la vida urbana, más la necesitamos para equilibrar nuestra experiencia vital. Estoy de acuerdo con él. Siento que los árboles, en particular, tienen un valor terapéutico y conectivo enorme. Aprender a cuidarlos y a valorarlos tiene que ver con la manera en que nos cuidamos, valoramos y respetamos la vida en todas sus formas, ritmos y manifestaciones.

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