¿Cuántos años te quitas?

Hace dos semanas, en una comida familiar hubo un debate sobre cuál era la verdadera edad de las abuelas y las tías abuelas. Números, cuentas, actas de nacimiento, anécdotas iban y venían, pero nadie podía asegurar una cifra. Incluso mencionaron que dos de ellas habían cambiado la fecha en el acta de nacimiento para quitarse entre seis y ocho años.

Quitarse la edad, una forma de ceder a la presión por mantenerse joven - iStockphoto
Quitarse la edad, una forma de ceder a la presión por mantenerse joven - iStockphoto

A principios de siglo XX, ser más grande o tener la misma edad del marido no era una señal positiva sino algo parecido a una indecencia. Lo moralmente correcto era que el hombre fuese más grande que la mujer porque esa diferencia de edad lo convertía en su protector “natural”; en contraste, la mujer representaría la “fragilidad” y la sumisión que se esperaba de ella.

La vanidad es la explicación más obvia de por qué una mujer se quita los años, pero puede que haya un motivo más profundo. Antes las mujeres eran madres a muy temprana edad. Para la sociedad, esa era la función principal de una mujer, de manera que mantenerse joven era seguir en edad “productiva”, o mejor dicho “reproductiva”.

Hoy esos motivos no tienen mucho sentido, pero el hábito sigue funcionando en el imaginario colectivo. Muchas mujeres que rondan los 30 años se sienten ofendidas cuando les preguntan su edad. Y quienes lo hacen se sienten obligados a ofrecer disculpas, porque “eso no se le pregunta a una mujer”.

Aunque las razones por las cuales una mujer miente sobre su edad sean distintas a las de hace 50 años, lo que llama la atención es que el gesto se repite en estas generaciones. Yo misma, en la adolescencia, mentía sobre mi edad. Entonces me aumentaba dos o tres años para que me dejaran entrar a los bares o para coquetear con chicos más grandes. Cuando cumplí 18 dejé de hacerlo porque comprendí que el cuerpo no sabe mentir, y que la cifra solo era importante para ciertos trámites administrativos. Pero no deja de llamarme la atención que cuando manifiesto mi edad con orgullo y muestro mis canas, algunas mujeres pongan ojos de plato como diciendo “qué atrevimiento”.

La relación que una persona tiene con la edad revela su postura ante la juventud, la madurez, la belleza, la productividad o el autoestima, que a su vez están basadas en creencias que provienen de varios ámbitos: la cultura, donde la madurez es signo de sabiduría y la juventud es inexperiencia; el discurso de la publicidad, donde la juventud equivale a ser deseable; y la historia personal, determinada por los aprendizajes (y los sinsabores) de la infancia y la adolescencia. Cuando no se exploran estas creencias sobre la edad nos convertimos en seres reactivos que actúan tal y como “se esperaría” que lo hicieran. Igual que las abuelas y las bisabuelas.

Para entender por qué seguimos mintiendo sobre nuestra edad es necesario comprender cómo es que nos relacionamos con los demás. Lo que ocurre es proyectamos nuestras creencias en los otros asumiendo que pensamos más o menos igual. Sin embargo, tenemos miedo a ser juzgados o rechazados (usando como criterio las mismas creencias que están en nuestro pensamiento), así que fingimos para protegernos. Quitarse los años sería un mecanismo de defensa frente a la agresividad que supone el otro.

Muchas mujeres que rondan los 40 años se lamentan amargamente de tener que lucir jóvenes para ser aceptadas por los demás, sin darse cuenta de que ellas también comparten esa creencia. Curiosamente, esas mismas mujeres que se quejan del flagelo de la edad, cuando miran una actriz madura y sin cirugía la juzgan de “vieja”. O al ver a Demi Moore dicen que está “magnífica para la edad que tiene”, siendo que ha invertido cantidades absurdas de dinero, energía y tiempo para verse de 28 (aun a costa de su salud).

La edad sólo es una cifra. La vitalidad, en cambio, es una forma de vida acorde con la identidad que estamos construyendo a diario. Me explico: cuando una pasa los 30 ya no puede seguir con el mismo ritmo de vida que se tenía a los veinte. Lejos de ser una conclusión "derrotista", se trata de ser realista. Mantenerse saludable es fundamental para poder hacer lo que uno quiere, pero de ahí a entablar una lucha contra el tiempo hay un abismo. Los años nos dan otro ritmo, otra mirada y otra forma de transitar por la vida. Lo interesante es saber aprovecharlos.

Los hombres también experimentan el conflicto entre la edad y la apariencia física, pero las mujeres, cosificadas una y otra vez por el discurso de la publicidad, tenemos más presión sobre los hombros; constantemente nos enfrentamos a ese desfase entre la edad y la identidad, y nos miramos al espejo tratando de resolver la tensión entre las fantasías ajenas y las necesidades propias.

Me queda claro que una apariencia joven no siempre es signo de vitalidad. Quitarse los años tampoco nos hace más saludables, bellas o deseables. Por eso, cada vez que escucho a una mujer avergonzarse de sus años quisiera sentarme con ella y hacerle estas preguntas: ¿para quién te arreglas?, ¿por qué quieres parecer más joven (más delgada o más voluptuosa)?, ¿has pensado en las ventajas de la madurez? Y es que no son pocas las mujeres que viven atrapadas entre las imágenes “juveniles” de la publicidad y lo que miran en el espejo. Y más allá: esas imágenes también influyen en las expectativas de los hombres, las creencias de los compañeros de trabajo y las relaciones con otras mujeres (incluyendo a sus hijas y sus amigas cercanas).

Modificar nuestras creencias sobre la edad puede hacernos más libres. A diferencia de las tías abuelas, no necesitamos cumplir con las expectativas ajenas. Hoy tenemos la posibilidad de elegir cómo pararnos ante el mundo y un paso importante para lograrlo es comprender que la apariencia física, la edad y la experiencia forman parte del mismo proceso. Lo que sostiene a la belleza genuina no es una cifra, sino la madurez y la confianza en una misma.

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