Madre e hija de compras: el antiprograma

Qué linda sensación la de comprar ropa. Es una gratificación absoluta en todas las etapas de la vida de la mujer. Comprar es liberador, encontrar algo que te guste levanta la estima y alivia varios dolores emocionales. Una vez leí que los hombres bajo estrés declaran guerras, y las mujeres salen de shopping.

También es lindo comprar para otros. La sorpresa del regalo, el encanto de encontrar justo lo que el otro quería. Últimamente, sin embargo, le estoy errando en esto de elegir y regalar. En realidad, no es que de pronto perdí el gusto. La que perdió el gusto definitivamente es ella, mi hija.

Mi hija mayor debe tener un espacio en su ropero reservado para mis regalos. No hay manera de embocarle. O porque ya no se usa más, o nuncaaa me quedo bien ese corte, o está bueno pero en otro color, o en otro estampado ¿había?, o… siempre algo. Con lo cual, finalmente aprendí a dar de baja mis aspiraciones y me adapté a la nueva modalidad. Salida de shopping madre e hija.

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Un viernes salimos juntas después del colegio con este plan en mente. Recorrer negocios, probar ropa, zapatos, buscar conjuntos… ¿Hay algo mejor que salir con tu mamá y su billetera dispuesta a comprarte ropa? Yo estaba feliz de poder compartir esta experiencia de frívolo deleite con mi hija, con quien peleo más de lo que hablo.

-A ver, le digo con evidente entusiasmo, definamos bien qué es lo que estamos buscando así no nos mareamos.

-Todo mama. No tengo nada de nada. Así que necesito todo, en ese tono entre malhumorado y agotado de mí (¿ya?).

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Como de costumbre, ella no estaba en la misma sintonía que yo, pero ya iba a cambiarle el humor pensaba yo. Solo es cuestión de encontrar algo y la comunión madre e hija se lograría en cuestión de minutos.

Teníamos toda la tarde por delante y cientos de opciones. Y como la consigna era necesito todo, fuimos entrando a cada uno de los negocios. Pero las horas pasaban y sólo escuchaba lamentos desde adentro del probador. Me queda mal. Chau. Vámonos…

Pero déjame verte, le rogaba yo desde afuera. No puede quedarte mal, muéstrame…

Pero nada. Nunca asomó ni un tobillo. Según ella todo le quedaba mal. Y su estado anímico era cada vez más insostenible. Y el programa de repente era un sacrificio siniestro. Y no sé para qué venimos si todo me queda mal, ¡todo!, repetía incesantemente.

Y debo confesar que me desarmó. Y ahí fue que le vendí mi alma al diablo y lo dije. Le dije lo impensable, lo inaudito, lo inconcebible.

¿Sabes qué? Olvídate del precio. Si hay algo que te gusta, lo llevamos. Creo que ni mi madre ni mi marido me han dicho algo así en mi vida, y ahí estaba yo, entregando mi billetera por la salud emocional de mi hija.

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Y de pronto llegamos. Allí estaba el maniquí presumiendo. Podía verlo reírse de mí con ese trapito insignificante, sin forma, sin diseño, sin nada… y un precio para tirarse de las mechas. La cuenta más irrisoria entre costo x metro que vi en mi vida. Pero ya era demasiado tarde.

Sale del probador con esa nada encima y casi infarto. Pero, discúlpame… ¿Esto es para la playa con bikini abajo?, pregunto azorada.

Y ahí se larga la conocida metralleta.

Ves mamá! Cuando por fin encuentro algo que me gusta, a tiii no te gusta. Es lo que se usa ahora. Es la moda. Tooodas se visten así.

Volvemos a casa con una sola bolsita ínfima. La bolsita mais cara do mundo. Ella compartiendo su dicha con su teléfono, yo muda. La escucho teclear a cuatro manos. Comunión cero.

Mi marido me va a degollar, pienso para mis adentros. No sólo por el precio, ¡más bien por el ítem que le adquirí a la nena! Cómo explicarle que es la moda, que fue lo único que le gustó, que estuvimos horas y horas, que se probó todo un mall y nada.

Mi cabeza absorta en esta clase de elucubraciones para mitigar mi culpa. Trato de recordar cómo me vestía yo a su edad. Mmmm, me parece que igual, me consuelo.

El tema es que ahora soy mamá…