Nos encanta el chismorreo

Nos encanta el chismorreo
Nos encanta el chismorreo

Hay algo en el chismorreo que nos encanta desde niñas. Esas conversaciones que se tejen en el baño del colegio, en la mesa del café, en el pasillo de la oficina o en largas llamadas telefónicas, nos llenan de curiosidad, enriquecen nuestra experiencia y hacen que nuestra vida sea definitivamente más interesante.

No hay que confundir el chisme destructivo con el chismorreo sabrosón. El primero pretende atar navajas, desacreditar a otros a base de verdades a medias, despertar envidias y hasta urdir venganzas. El segundo (al que me refiero en este post) es un intercambio de secretos, estrategias y experiencias -propias y ajenas- que además de alegrarnos la vida, nos proporciona un alivio individual y colectivo por las siguientes razones:

Procesamos la experiencia. Siglos de comunidades femeninas nos respaldan. Antiguamente, cuando los hombres salían a conseguir alimento o a la guerra, las mujeres permanecían en la aldea cuidando a los niños, ordenando y administrando lo que había en casa. Mientras no hubo "escuela para señoritas", las conversaciones entre mujeres fueron la mejor estrategia para convertir las experiencias diarias en conocimiento depurado. Hoy, aunque hayan cambiado las vivencias, nuestra necesidad de expresarlas, elaborarlas y decantarlas, permanece casi intacta.

Creamos vínculos más sólidos. Contar un secreto o una situación delicada supone un pacto de confianza e intimidad. Cuando éste existe entre dos o más mujeres, también se construyen amistades y se proyectan apoyos mutuos.

Aliviamos la tensión. Escuchar los problemas de los demás pone nuestra vida en perspectiva. Al mirar la forma en que otras mujeres resuelven las dificultades, volvemos a casa con la certeza de que podemos vencer los obstáculos de nuestro día a día.

Validamos nuestro punto de vista. A veces la mirada masculina no repara en sutilezas que para nosotras son importantes, por eso necesitamos reafirmar nuestro parecer desde una mirada femenina.

Nos desahogamos. Por la educación y el sistema en el que hemos crecido, no hay muchos espacios para manifestar nuestra rabia o la frustración que nos provocan ciertas situaciones. Por eso, una larga charla con amigas siempre será un oasis en el desierto. No esperamos recibir consejos o lecciones prácticas, simplemente un poco de empatía, una sensibilidad en la que podamos vernos reflejadas sin deformaciones o juicios.

Fortalecemos nuestras redes. Conversar con una amiga sobre los logros y las inquietudes profesionales, familiares o personales, lejos de instalar una competencia resulta una gran inspiración. Incluso representa la oportunidad de solidarizarnos con las causas de otras mujeres en su lucha diaria.

Reflexionamos sobre nuestras relaciones. A diferencia de la mayoría de los hombres, que son más bien prácticos y prefieren enfocarse en los resultados más que en los procesos emocionales, a las mujeres nos gusta conversar sobre las minucias. Los detalles nos parecen cruciales en una conversación porque nos permiten tejer reflexiones sobre la complejidad de las relaciones humanas.

Nos sentimos un poco brujas. En un chismorreo sabroso hay mucha información que no está avalada por la evidencia científica. Solemos intercambiar remedios, consejos de las abuelas, confesiones, refranes e historias íntimas que constituyen verdaderos manuales para sobrevivir a punta de astucia e intuición; más allá de la complicidad, saber que hay más mujeres actuando al margen de la racionalidad nos conecta con una fuerza femenina ancestral. Y eso también nos encanta.