#CDMA: Antes del amor hay que encontrarse a uno mismo

Si a los 16 años me hubieran preguntado cuál era el significado de la vida, hubiera respondido sin titubeos que el amor. Y qué bueno que nadie nunca lo hizo, porque hay pocas cosas tan improductivas como la retórica filosófica de café, sobre todo a esa edad. Debo confesar que mi lógica juvenil era —casi— sólida: en mi cabeza no había otra recompensa para soportar los embates de la vida que el voltear aver al ser amado, con todas sus virtudes, y que me entrelazara entre sus brazos para que con el calor reconfortante de su voz dijera que todo iba a estar bien

. En aquel entonces pensaba que sin importar lo mal que pudieran estar las cosas, junto a ese aliado inexorable la carga sería menor, porque no solo compartiría y ayudaría a distribuir el peso de los problemas, sino que por su mera presencia, provocaría la suficiente motivación para salir adelante.


El amor es como la elección de carrera, para saber qué estudiar, primero necesitas conocerte a ti mismo.
El amor es como la elección de carrera, para saber qué estudiar, primero necesitas conocerte a ti mismo.

Así como yo hubiera argumentado de esta forma el porqué de querer una pareja, la población del mundo racionaliza sus propias razones para entablar una relación romántica. De hecho, algunos ni lo hacen y se embarcan a ciegas en una cruzada medieval sin rumbo ni destino. Pero lo que todos ellos y yo, a mis 16 años, no sabíamos es que para encontrar el amor no se necesita de explicaciones, sino de respuestas. La más importante de ellas es definir lo que se está buscando y saber cómo es la persona ideal para nosotros.

Es fácil caer en clichés y responder con atributos genéricos deseables que cualquier ser humano con un poco de criterio pudiera pedir: “belleza”, “sentido del humor”, “buena letra”, “un trabajo estable”, “que sea detallista”, “que sepa escuchar” o el clásico “que me quiera”. Lo interesante surge cuando hacemos un análisis serio de nuestra forma de ser, de nuestro carácter, nuestras cualidades y deficiencias, de lo que nos gusta y lo que no, de lo que nos potencia y lo que nos ancla, antes de tener con quién compartirlo.

El amor es muy parecido a elegir carrera. En estricto sentido teórico, uno debería de hacerlo habiendo identificado de antemano para lo que es bueno, cuáles son sus talentos, qué lo apasiona, qué es eso en lo que se puede pasar horas y horas y nunca se cansa de hacer. Aunque, a veces, identificarlo no es tan difícil cómo enfrentarlo y ponerlo en práctica.

Elegí Economía porque mis padres me sugirieron —con todo el peso del terrorismo intelectual que les caracterizaba— que estudiara una carrera. ¿Acaso no todas las disciplinas que ofrecen las universidades en sus diferentes planes de estudio de licenciatura califican como tales? Para mis papás no. Siempre que me decantaba por alguna opción semiartística —que eran las que más me han llamado la atención— ellos, sin excepción, terminaban por degradarla a un vil pasatiempo. “Te vas a morir de hambre”, me decían cuando mencionaba algo alrededor de ilustración o diseño, “Dibujar es un hobby, no una profesión”.

Desde pequeño tuve un gusto por la política y así fue como di con mi carrera. Aunque después de recibir la primera calificación del primer examen (saqué 1.7 en álgebra) debí de hacer caso a las señales que los siguientes cinco años serían cuesta arriba.

Y lo fueron. Sin embargo, no solo logré graduarme, sino que obtuve mi título de licenciado con un reconocimiento especial. Nunca he ejercido mi carrera y aunque hoy me dedico a algo completamente distinto, definitivamente si pudiera regresar en el tiempo y estudiar otra cosa, lo haría. Tanto en el amor como en la elección de profesión no está en hacer funcionar algo que no debió haber sucedido, se trata de saber corregir el rumbo lo antes posible. Las relaciones son iguales. ¿Cuántos noviazgos y matrimonios hay allá afuera que luchan con un sórdido día a día lleno falsas expectativas? Noviazgos y matrimonios que no fueron elegidos por los motivos correctos.

La búsqueda del amor no es un acto de azar ni de fe , tampoco es asunto de buena voluntad o ganas de triunfar; es un esfuerzo dirigido que, al igual que un cazador detrás de una mira telescópica, espera paciente al instante perfecto para jalar el gatillo.

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