#CDMA: El ingrediente secreto del amor es la fe

Me fascina ver lo diversa que es la audiencia de este espacio cada vez que leo los comentarios en las entradas pasadas. Hay literalmente de todo, desde los que aprovechan cualquier oportunidad para ‘trolear’ a quien se deje, hasta quienes quieren compartir su propia experiencia y encontrar en las opiniones de los demás una solución para un problema determinado.

Hago lo que creo que tengo que hacer, tratando de hacerlo lo mejor posible y deposito mi esperanza en que la otra persona haga lo mismo.
Hago lo que creo que tengo que hacer, tratando de hacerlo lo mejor posible y deposito mi esperanza en que la otra persona haga lo mismo.

Al igual que una sala de cine repleta, entre nuestro público hay usuarios de pensamiento flexible y laxo que saben escuchar y expresar sus puntos de vista con cordialidad; unos más analíticos que revisan hasta la última palabra del texto tratando de encontrar un error o incongruencia —que por supuesto puede pasar—; también quienes no emiten juicios ni opiniones y solo observan; y los de corte tradicional u ortodoxo, con creencias dogmáticas y estrictas, que hacen reclamos severos sobre las diferentes asuntos manifestados, tanto de lo que escribo yo, como los demás. De estos últimos provienen los comentarios que más me sorprenden, por no decir que me alarman.

Hay mucha gente allá afuera que se escandaliza con algunas de las posturas u experiencias mencionadas. Individuos que las califican de inmorales y de instigar a comportamientos pecaminosos. Creo que es importante que sepan un poco de dónde viene la persona a la que están leyendo, para tratar de contextualizar las diferentes ideas que surgen y que seguirán surgiendo en las líneas de este blog.

Para empezar soy agnóstico, por lo tanto no creo en una divinidad, fuerza superior o creadora ni nada que se le parezca. Esto no quiere decir que niegue su existencia —ésa es la diferencia con un ateo—, pero no nos distraigamos en cuestiones filosóficas. Tampoco creo en ángeles, demonios, fantasmas, duendes, gnomos, vampiros, energías u otras instancias paranormales o esotéricas. Dicho esto y antes de que me persigan con sus picos y palos y me prendan fuego en la hoguera, me gustaría confesar que no estoy absolutamente peleado con la metafísica y que a pesar de mis creencias —o de la falta de las mismas— me considero un hombre de fe.

Tengo fe en que algún día las mujeres serán respetadas en todos los sentidos que abarca su integridad, fe que las parejas del mismo sexo podrán acceder a los mismos derechos que las heterosexuales, tengo fe en que como sociedad aceptemos nuestras diferencias y podamos vivir sin tener que discriminar a los otros para así sentirnos superiores , fe en la educación y, en especial, la libertad.

¿Y por qué digo fe? Porque todas esas cosas están fuera de mis posibilidades , ya que aunque realice un esfuerzo desde mi trinchera para que suceda, no puedo controlar que los demás, el resto de los nueve millones que cohabitan esta ciudad, también lo hagan. No importa con cuánta gente hable, que lo escriba o lo grite, al final no depende de mí. Así que lo único que me queda es esperar lo mejor, desear que así ocurra y concentrarme en yo arreglar mis propios problemas y contribuir de la mejor manera a que quienes me rodean solucionen los suyos.

Esta también es la filosofía con la que enfrento el amor: hago lo que creo que tengo que hacer, tratando de hacerlo lo mejor posible y deposito mi esperanza en que la otra persona haga lo mismo. El amor se demuestra con acciones, no con palabras ni acuerdos ni compromisos. No puedo decir que crea en el amor, porque estoy convencido de su existencia. Porque en los actos de amor puedo constatarlo, sentirlo, saborearlo y hasta tocarlo.

Pero no se puede obligar a que alguien lo ame a uno y es ahí en donde empieza la fe.