#CDMA: Cuándo terminar una buena relación

Parece ser condición humana involucrarse en una mala relación. Ya saben, ésas que son destructivas, nocivas y que hacen más daño que bien. No conozco a nadie a quien no lo hayan pisoteado sentimentalmente y, por eso, me atrevo a decir que todos, tarde o temprano, estamos destinados a vivir algo parecido en algún momento de la vida.

Incluso a las buenas relaciones se les acaba el veinte.
Incluso a las buenas relaciones se les acaba el veinte.



La ventaja de los compromisos nefastos en los que uno se puede enrollar es que justamente sabemos que nos van a lastimar, por lo que pensar en una posible salida —aunque llevado a la práctica sea una de las cosas más difíciles que se pueden hacer—, es una opción lógica. De hecho es casi imposible de refutar: si es malo para mí, lo mejor es irme. El problema ocurre cuando se está en una relación que definitivamente no es dañina ni peligrosa, pero que tampoco es excelente. ¿Cómo saber, entonces, que es momento de romperla? ¿Cuál es el mejor momento? ¿Existe un buen momento?

Llevo años pensando en el tema, tanto por las experiencias que me han tocado vivir, como por las que he atestiguado de mis amigos y conocidos. Es mucho ya el tiempo que me he dado a la tarea de observar las uniones que bajo mi perspectiva son exitosas. Debo confesar que, hasta la fecha,no he podido encontrar una constante entre ellas. Son miles y muy diversos los factores que pueden amalgamar a las personas, desde una intensa química sexual —que es tan difícil de dejar como una adicción al crack—, así como el compañerismo que hace conveniente y cómodo el estar vinculados.

De hecho, en algún momento llegué a pensar que la facultad de acompañarse y protegerse por la vida era suficiente para hacer que dos desconocidos pudieran perdurar en el tiempo. Pero no es cierto, no es el único factor.

Ahora me inclino a creer que las relaciones exitosas, envidiables y longevas, se dan por suerte. Y no me refiero a la suerte que se experimenta, o no, tras comprar un billete de lotería o caminar debajo de una escalera. Estoy hablando de un tipo de fortuna mucho más tangible, predecible y observable.

Cuando dos seres humanos se unen en un noviazgo, amasiato, concubinato, matrimonio o cualquier otra figura sentimental, sus caminos se funden en uno solo, a pesar de que cada quien siga llevando un impulso y trayectoria personal. Es así como empieza un proceso de adaptación, que tendría que estar acompañado por varias horas de discusión para poder identificar todo aquello que obstaculice la ruta a seguir.

Por desgracia, estas conversaciones son cada vez menos frecuentes dado que la rutina y la comodidad nos distraen constantemente de ellas. Además, ¿de qué sirve hacer cuestionamientos sobre el estado del idilio, cuando la cotidianidad, la falta de peleas o el confort de lo establecido parecen ser prueba suficiente y manifiesta de lo bien que está?

Es ahí donde entra el factor suerte. Una vez que se establecieron los parámetros mínimos e indispensables para sostener la relación en el futuro, cosas como compañerismo, solidaridad y entrega que, por cierto, toman mucho tiempo en consolidar, después de eso aún falta por resolver que los caminos personales sigan siendo afines y, para ello, estoy convencido de que se requiere de algo más de buena voluntad.

A menos que los proyectos se hayan definido en conjunto y la vida y sus vicisitudes permitieran que se concretaran, entonces es la suerte la que determinará que sigan unidos; suerte de desarrollarse personal y profesionalmente sin que afecte el pronóstico de la vida en pareja .

Lo que responde a la pregunta anterior, ¿cuándo es el momento para terminar esas relaciones que no son malas pero tampoco son excelentes? Cuando es evidente que la vida en pareja, aun cuando no representa un problema, ha sufrido una brecha en el paralelismo de sus itinerarios personales. Cuando lo único que los une es el presente y ya no el futuro. En pocas palabras, cuando se acaba la suerte.

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