Anuncios

Bea: el que mucho escoge

Nunca me han gustado mucho las reuniones de exalumnos. Suelen ser eventos desabridos y deprimentes, amenizados por algún tipo que se siente DJ, en los que la realidad nos da una cachetada y nos enfrenta con los sueños e ilusiones que tuvimos de jóvenes. Sin embargo, por alguna razón, siempre voy.

Thinkstockphotos
Thinkstockphotos

Quizás lo más divertido de estas reuniones es tratar de reconocer a los compañeritos que sufrieron transformaciones dramáticas en su apariencia al crecer: el punk que ahora usa pantalones de vestir, la guapa que dejó de serlo tras someterse a un par de cirugías plásticas o la promesa del futbol que cambió las canchas por cervezas.

Hace poco fui a una cena con un grupo de amigos de la carrera que dieron con mi paradero después de más de diez años de no saber nada de mí. Después de graduarnos cambié radicalmente de rumbo profesional y nos perdimos la pista por completo. Así que esa noche llegué con una botella de vino y auténticas ganas de volverlos a ver.

Mientras esperaba el elevador para subir al departamento del anfitrión, se oyó un grito que hace mucho no escuchaba.

—¡Ea! ¿Cómo andamos? —gritó Bea como lo hacía cuando llegaba todos los días a la universidad. No había cambiado para nada. Era bajita y compacta. Su cara era un círculo casi perfecto acentuado por una sonrisa que difícilmente se ocultaba.

—Qué milagro, Anjito —dijo contenta—. Qué bueno que viniste. Te presento a Carmen.

Saludé a su acompañante y entramos a la reunión. El lugar estaba lleno, se había juntado prácticamente toda la generación. Supe que había pasado mucho tiempo de no ver a esas personas porque había olvidado varios de sus nombres. Entonces vi al que fue mi mejor amigo de esa época y me acerqué para que me ayudara a llenar algunos huecos en la memoria.

—¡Eduardo! —le grité.
—¡Anjo! —me dijo, sin soltar la mano de la mujer que estaba con él—. Ella es Mariana.
—Mariana, mucho gusto —dije yo—. Muchas felicidades, supe que se casaron.
—No —dijo Eduardo incómodo—. Me divorcié. Mariana es mi novia, nos vamos a casar en julio.
—¡Ah! Entonces, pues felicidades por eso.
—Gracias —respondieron ambos.
—Oye, no sabía que Bea era gay —dije tratando de cambiar de tema.
—No es —contestó Eduardo confundido.
—¿Y Carmen? —pregunté.
—Es su amiga del trabajo. La lleva a todas partes —aclaró.

No sólo no estaba dando una esa noche, sino que me sentía completamente fuera de lugar. Me acabé la cerveza que tenía en la mano y tomé otra del refrigerador.

—¡Ea! ¿Me pasas una por favor, Anjito? —me dijo Bea.

Hice lo que me pidió y juntamos nuestras botellas para brindar por el reencuentro.

—Y, ¿qué onda? ¿Tienes novia? —me preguntó.
—Sí, se quedó en su casa, tenía que madrugar mañana —contesté —, ¿tú?
—No, yo no nací para amar —dijo irónica.

En ese momento Carmen entró en la cocina.

—Te estaba buscando —le dijo a Bea.
—Te dije que venía por una cerveza —respondió.
—Me dejaste sola mucho tiempo —le reclamó su amiga.
—Y tú, Carmen, ¿tienes novio? —pregunté, tratando de aligerar las cosas.
—Soy gay —me respondió Carmen—. Voy a pedir un taxi, Bea, esto está muy aburrido.
—Está bien —le respondió ella.

Salí de la cocina y me senté en un sillón. Me quedé mirando a la multitud. Estaba con las mismas personas con las que había pasado cinco años de mi vida, pero ahora parecían perfectos desconocidos. Me di cuenta de que ellos no habían cambiado tanto en este tiempo, sino yo había dejado de ser el mismo.

—Ya se fue Carmen —dijo Bea, sentándose junto a mí—. Es muy rara.
—Creo que está enamorada de ti —respondí.
—No creo.
—Y, ¿hace cuánto que no tienes novio? —le pregunté.
—¡Uy! Hace mucho, como tres años —dijo reflexiva—. De hecho, te voy a confesar algo. Llevo todo ese tiempo sin estar con un hombre. Ya estoy arañando las paredes.

Me dio ternura su confesión. Fue difícil imaginar a Bea en un entorno sexual. Era demasiado dulce y bonachona. Mientras pensaba en esto se nos acercó Mario, un compañero de la universidad que siempre quiso con Bea. Era un tipo normal, incluso bien parecido, cuyo peor desatino era traer puesta una gorra para atrás como si aún viviera en 1996. Se dirigió a ella y la abordó con determinación. Me alejé dejándolos ligar agusto. Platicaron unos momentos y, de repente, Mario se alejó. Después Bea me alcanzó y dijo:

—Qué asco de tipo, ¿no?
—¿Por? —pregunté sorprendido.
—Es horrible —dijo indignada.

Me quedé sin saber qué decir.

—A mí me gusta él —remató señalando al novio de una de nuestras compañeras.
—¿El que parece modelo de revista? —pregunté.
—Justamente —dijo mientras hacía un pasito de baile.

En esa noche tan extraña de reencuentros y memorias, me acordé de lo que me dijo alguna vez una amiga brasileña: "El que mucho mira el menú, se queda sin cenar", y entendí porqué Bea llevaba sola tanto tiempo.

La dejé bailar y me guardé mi reflexión.

(Continuará el próximo martes).

Twitter: @AnjoNava

Quizás te interese:
Elena: Sobreviviendo una relación larga
Laura: El amor de Internet no es amor
Julia: Todo por servir se acaba

Sigue las historias de Crónicas del Mejor Amigo todos los martes.