Mamá, papá, ¡cuéntame tu historia!

Últimamente me he encontrado a personas de mi generación que sólo después de haber vivido un fracaso matrimonial, descubren que no saben nombrar lo que sienten o distinguir lo que realmente desean hacer en la vida. Una de las causas de este fenómeno está, probablemente, en la manera en que fuimos educados, o mejor dicho, formados.

Cuando escuchamos una historia y la imaginamos, podemos experimentar situaciones sin poner en riesgo la vida / Foto: iStockphoto
Cuando escuchamos una historia y la imaginamos, podemos experimentar situaciones sin poner en riesgo la vida / Foto: iStockphoto

Dentro de nuestra formación, los cuentos, las películas o las fábulas que escuchamos de niños son importantes fuentes a partir de las cuales la psique se construye desde temprana edad. El hecho de que el cerebro humano haya desarrollado un área en donde puede imaginar realidades ficticias, habla de una ventaja evolutiva que responde, necesariamente, a aumentar las posibilidades de sobreviviencia de la especie.

Lo que hoy nos provoca la ficción es algo muy similar a lo que le pasaba a nuestros ancestros homínidos cuando planeaban estrategias de cacería haciendo dibujos en el suelo: cuando escuchamos una historia y la imaginamos, somos capaces de experimentar situaciones y emociones sin poner en riesgo la vida. Si nuestra psique ha conservado esa capacidad a lo largo de miles de años, es porque representa una o varias ventajas evolutivas... excepto cuando las historias que nos contamos, en lugar de hacernos más fuertes, nos desintegran como comunidad y nos debilitan como especie.

Pienso en los relatos que hoy circulan masivamente, en las historias rosas y edulcoradas para niñas princesas, en los dibujos pasivo-agresivos e hiperkinéticos para niños. En general, fomentan valores sexistas con personajes estereotípicos y finales felices. Salvo honrosas excepciones, las historias que nos cuentan desde la industria cinematográfica o televisiva suelen ser comida chatarra para la psique, porque la saturan sin alimentarla. Es decir que no permiten ensayar más que una o dos situaciones ficticias.

Pero hay otras historias que nos permiten imaginar mundos más complejos y reales; con ello me refiero a aquellas en las que uno encuentra situaciones más complejas, miedos, frustraciones, dilemas éticos, incluso cuestiones filosóficas básicas. Pienso en los relatos que escuchaba de niña: no siempre había finales felices. Y más allá: las preguntas por el destino de los personajes no eran inmediatamente sustituidas por el merchandising (léase el vestido de la princesa, la espada láser, el caballo galáctico), eran preocupaciones genuinas que se resolvían en juegos, en sueños o en conversaciones con los adultos.

El papel del cuentacuentos

El poder de una historia también está en la forma en que nos la cuentan. Una investigación reciente, publicada en el diario Sex Roles, mostró que papás y mamás tienen estilos distintos de contar historias, y que en esa diferencia de estilos también se establecen las bases de la formación emocional. Mientras que los padres son más dados a contar detalles “exteriores” (lugares, espacios, efectos, acciones), la mayoría de las mamás proporcionan detalles más elaborados en lo que respecta a situaciones emocionales. Durante el estudio, los investigadores notaron que después de contar el cuento, las mamás dialogaban con sus hijos y profundizaban en pasajes que inquietaban a los niños.

El estudio también mostró que el estilo materno de contar historias reafirma en el niño la importancia de tener una visión propia de la historia, lo que incluye identificar su punto de vista y nombrar las emociones que le despierta determinada experiencia. Los investigadores señalaron que a diferencia de los padres, las madres ayudan a sus hijos a lidiar con emociones complejas, sobre todo cuando se trata de experiencias negativas. Si bien se trata de un estudio inicial, es crucial para entender la forma en que los padres sociabilizan roles de género a través de las narrativas, así como de entender la forma en que los niños incorporan estos roles a sus propias narrativas y su vida diaria.

No digo que tengan que desaparecer las historias con finales felices. Más bien pienso en la necesidad de aprender a contar nuestras propias historias, tanto para nosotros mismos como para nuestros hijos, sobrinos, nietos o alumnos. A través de esas historias (a veces no son más que una reelaboración de algún relato de infancia) podemos ensayar nuestras propias situaciones emocionales y plantear las preguntas o las interrogantes que aquejan a nuestra generación. Cuando los más pequeños las escuchan, nutren su psique con preguntas que lo conectan directamente a la comunidad a la que pertenece, brindándole vínculos emocionales más sólidos y herramientas para comprender, enfrentar y transformar situaciones en la vida adulta.

Twitter: @luzaenlinea

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